Cuento de Navidad por: Ángel J. García Moreno
Un rincón olvidado del mundo era el pequeño Bosque de La Ribera, hábitat de todas las aves autóctonas y de aquellas que deseaban un hogar cálido, serpenteado por los ríos y con una tantos árboles que eran la delicia de cualquier pájaro que añoraba una buena rama donde posarse.
Enclavado entre la confluencia de los ríos Magro y Júcar, limitaba los términos municipales entre Alzira y Algemesí.
Doña Clara, mujer de setenta y dos años, vivía allí, en una barraca de no más de veinte metros cuadrados pegada al arroyuelo Chopero. Riachuelo de menos de un metro de anchura que desembocaba en uno de los abundantes acuíferos y ciénagas de la zona.
Doña Clara era originaria de un pueblo de Ciudad Real, de esos que el clima destroza el alma y la economía de las personas a causa de lo yermo de sus tierras. Las Navidades de la pequeña Clara en el pueblo que la vio nacer se celebraban humildemente; no obstante, la precariedad hizo que sus padres las diesen en adopción en distintos puntos de España.
Y Doña Clara tuvo que huir de las garras de una soterrada esclavitud en Albacete y se instaló junto a la ciénaga, huyendo de la pobreza para disfrutar del sol del Mediterráneo. Tras guardar dinero compró aquel terreno y llegó a conocer cada rincón de la ciénaga y cómo navegar sus peligros.
Allí Se alimentaba de las hortalizas y frutos de su huerto de dos hanegadas y de algunos animales que criaba. Vendía los huevos de sus gallinas en las poblaciones de Albalat y Polinyà, martes y jueves,los días de mercado.
Era la ciénaga un lugar que muchos, salvo el cura de la Parroquia de Santa Catalina, Don Javier, consideraban inhóspito y temían explorar. Sin embargo, para Doña Clara, tras los sufrimientos de niñez, era un lugar lleno de vida y magia.
En otoño los ríos crecían con fuerza en todas las tierras del litoral valenciano; sus aguas se volvían marrones, eran barro líquido y solían inundar sin compasión hasta la Albufera. Doña Clara, entonces, cuando venía la crecida tomaba sus mejores ropas, dineros y antiguas fotografías de sus padres y hermanas, los metía en un par de viejas maletas y se iba hasta un terreno elevado conocido como el Forn de Carrascosa, donde unos conocidos suyos de Tomelloso, la esperaban cada vez que comenzaba a llover con desmesura.
Cuando pasaban aquellos trances,llegaba el invierno y con él la Navidad.
La niebla y la Luna se posaban sobre las cristalinas aguas de la ciénaga, creando un ambiente misterioso y encantador.
Hacía especial a Doña Clara su corazón generoso. Desde joven, dedicó parte de su vida al auxilio de todas las personas que podía. Se sentía en deuda con Valencia, su verdadero hogar.
Los niños de algunos pueblos, sobre todo los de Algemesí solían jugar cerca de la ciénaga, y a menudo se perdían entre naranjos, los juncos y el barro. Pero Doña Clara siempre estaba atenta a que sus voces y risas no transmutasen en llantos ni en gritos. Cuando se extraviaban o se metían en barrizales, con su bastón en mano y una sonrisa cálida, se aventuraba a buscar a los pequeños que se extraviaban. Cuando los encontraba,los abrazaba con ternura y les decía: «No temáis, pequeños, la ciénaga es un lugar seguro si sabes cómo cuidarla».
Cuando un niño se asustaba por un ciervo, una liebre o un pato, ella se acercaba con calma, hablando suavemente para que los pequeños comprendieran que no había nada que temer. Con su sabiduría, enseñaba a los niños a respetar la naturaleza y a entender que cada criatura tenía su lugar en el mundo.
En la víspera de Navidad, Doña Clara preparaba una gran cena en su cabaña para todas aquellas personas que quisieran hacerle compañía en fechas tan señaladas. Invitaba a todos los que había ayudado a lo largo del año. Pensaba que nada iba a dejar en herencia, ya que no tenía hijos y que tan solo, viendo la alegría en las caras de los demás se iba a sentir satisfecha. Así los niños, sus familias y hasta los animales más confiados, se acercaban curiosos. Se cantaban villancicos, se contaban chistes y se bebían licores mezclados con pastelitos de boniato. La mesa se iluminaba con algunas velas que sobraron de las procesiones del Corpus Christi. El tapete era morado y sobre este lucían pajaritas, mariposas y barquitos de papel amarillos, rojos y azules, como la bandera de Valencia. Los platos y fuentes, ademas de atiborrar la mesa, emanaba deliciosos perfumes de asados y de dulces recién horneados. La risa y la alegría llenaban el aire.
Esas noches de Nochebuena, tras las inundaciones que todos terminaban por sufrir, mientras las estrellas brillaban en el cielo, Doña Clara contaba historias sobre la bondad y la importancia de ayudar a los demás. Los niños escuchaban con atención, saltaban algunas lágrimas y sus corazones se llenaban de amor y gratitud.
Así, en medio de la ciénaga, Doña Clara se convirtió en un símbolo de esperanza, generosidad y solidaridad hacia las gentes que sufren.
Su espíritu navideño aún hoy ilumina allí, donde confluyen el Magro y el Júcar.
Incluso en los días más oscuros.
¡Feliz Navidad!
Ángel J. García Moreno